Dijo que estaba pensando en dejarlo, que se había hartado de las dinámicas de la industria y de la velocidad kamikaze de los tiempos, pero el tipo que apareció el sábado sobre el escenario del Palau Sant Jordi estaba a años luz de alguien cansado. No digamos ya aburrido. Llevaba el desvelo cosido a la cara, sí, pero sería cosa de los nervios, de la inquietud propia de toda noche de estreno. Sólo eso. Porque, casi un año después de su última actuación de gran formato, René Pérez Joglar abrió en Barcelona una gira mundial que, tras pasar este domingo por Madrid, hará parada en Nueva York, Los Ángeles, Buenos Aires, Montevideo, Lima, San Juan de Puerto Rico y Ciudad de México, entre otras ciudades.
Antes de hacer las Américas, la prueba del algodón; el test de estrés de un directo imponente que el puertorriqueño hace crecer desde su ombligo para alternar la prédica furiosa y los rapeados centelleantes con delicadas cenefas autobiográficas. Mano de hierro y guante de seda para pasar del abismo emocional de la inaugural ‘René’, con nuestro hombre al borde de las lágrimas mientras escupía frases como «el concierto está lleno, pero yo estoy vacío», al liberador arrebato rítmico de unas canciones de Calle 13 pasadas por el turmix y anudadas unas a otras en efectivos y despeinantes ‘medleys’.
Así que sí, empezó manso Residente, anudando sus confesiones más hondas a los ecos cupleteros de Sara Montiel y ‘La violetera’, pero no tardó en cambiar de marcha para imprimir ritmo demencial y servir rap a dentelladas. A su lado, una robusta banda de siete músicos y una dibujante que aportaba un vistoso complemento escénico. También una mecanógrafa que, a juego con el irónico título del último disco del puertorriqueño, ‘Las letras ya no importan’, tecleaba en directo casi todo lo que ocurría sobre el escenario, ya fuera la afiladísima tiradera contra J Balvin o las condenas a los guerras y genocidios en Gaza, Ucrania o el Congo.
Esto, canta Residente, lo hace para divertirse, y si algo sobró en el Sant Jordi fue diversión, ritmo vibrante y comunión total con un público que brincaba y rebotaba sobre las apabullantes bases de ‘Baile de los pobres’, ‘No hay nadie como tú’ y »Atrévete-te-te’. ¿Más diversión? Los himnos de Calle 13,’ La vuelta al mundo’ y ‘Muerte en Hawaii’ a la cabeza, fundiéndose con el autorretrato descarnado de ‘Ron en el piso’; la celebración de la canción popular de ‘Latinoamérica’; el público como loco con el trote eléctrico de ‘El aguante’. «Esta la vamos a brincar en el nombre de la humanidad», decía. Y el público, claro, brincaba como si no hubiese un mañana.
Predicador con púlpito y versos como dardos, Residente ha querido pensar a lo grande esta gira y vestirla de superproducción teatral, y aunque no todas las ideas acaban de cuajar (los solos de guitarra, el sonrojo romántico de ‘El encuentro’, esos ‘diálogos’ con la máquina de escribir que sin duda necesitan un par de ajustes), la materia prima es, nunca mejor dicho, de primera. Una batidora de ritmos latinos con las revoluciones por las nubes y un verbo torrencial que sublima la canción protesta (lo de ‘This Is Not America’ fue puro atropello), arremete con furia contras los conflictos bélicos (‘Guerra’) y transforma la trinchera en barra libre de hedonismo burlón. Es ahí, en la liga de ‘Fiesta de locos’ y ‘Vamo’ a portarnos mal’, en el Caribe centrifugado y acorazado de ‘El futuro es nuestro», donde Residente es imbatible.
Al final, y después de casi dos horas de bullicioso rap de combate y furor rítmico, la sorpresa: Sílvia Pérez Cruz, mano a mano con el puertorriqueño para despedir una noche calenturosa con la épica ‘313’, una de esas canciones que invitaban a pensar en un Residente más reflexivo e introspectivo; en un artista contenido y domesticado que, por suerte, se quedó anoche en el banquillo para dejar que el agitador de masas, el gran hechicero de la música latina, hiciese su magia.
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