Ay, las viejas (y no tan viejas) glorias y los sobresaltos. En los últimos días, por no decir meses, los seguidores de Pearl Jam no han ganado para sustos. Primero, el precio de las entradas, disparate global del que no se libran ni los de Seattle, antaño seres de luz encumbrados por la tenacidad con la que batallaron contra Ticketmaster y simples mortales a día de hoy, es lo que hay, rendidos al capital y a las dinámicas de una industria enloquecida. ¿Un ejemplo? El ticket más barato para sus dos conciertos en Barcelona ya era más caro que el más caro de 2018, cuando actuaron por última vez en la ciudad.
La entrada de pista, catapultada ahora hasta los 164, 50 euros, se despachaba entonces a 98 euros, gastos de gestión y donación (obligatoria) incluida. Poco después, nueva conmoción en la fuerza: la venta de entradas, sorpresa, no debía andar según lo previsto (quizá era mucho pedir llenar dos noches el Palau Sant Jordi cuando tardaron tres décadas y cuatro giras en agotar uno por primera vez) y llegaron los anuncios en televisión, las paradas de metro empapeladas, toma atraco emocional, con el monigote de ‘Alive’, y las rebajas de última hora. Sorteos, promociones y regateo a la baja.
Y, como no hay dos sin tres, hace pocos días, mazazo: una semana entera de conciertos, justo las tres fechas previas al desembarco en Barcelona, cancelada por enfermedad en la banda. Alma en vilo y corazón en un puño hasta que ayer, justo a las nueve de la noche, aparecieron los músicos entre la penumbra de un escenario de sobriedad espartana y Eddie Vedder buceó en lo más hondo de su repertorio. ahí donde a casi nadie se le ocurriría mirar, para regresar a la superficie con ‘Footsteps’. Sí, sólo un grupo como Pearl Jam es capaz de empezar un concierto con una cara B y que el público lo celebre como si fuese un bis.
Una guitarra ceremonial, una armónica sobrevolando el Palau Sant Jordi y Vedder saboreando cada verso como para dejar claro que los problemas vocales de su última actuación en Manchester, la que hizo saltar las alarmas, eran ya historia. A la altura de ‘Nothingman’, la segunda, ya nadie se acordaba de los conciertos cancelados o los euros de más, y para cuando ‘Present Tense’ abrió la caja de los truenos y el sonido, aturullado y atronador, empezó a aflojar empastes y atravesar esternones, quedó claro que los estadounidenses no contemplaban otro escenario que la victoria aplastante; la terapia de choque y el cataclismo eléctrico.
El alarido como de ejército bárbaro que soltó toda la pista después de ‘Corduroy’ y la euforia desbocada que iba y venía durante el impetuoso crescendo final de ‘Jeremy’ lo explican mejor que cualquier crónica de tropecientos caracteres.
Noche catártica, pues, para desquitarse de una semana aciaga y demostrar que si algo se les da bien es fundir mística rock y aplastante poderío físico y convertir sus conciertos en arrebatadas liturgias corales. Casi dos horas y media, repertorio de trazo urgente gracias al músculo del reciente ‘Dark Matter’ y a un arsenal de clásicos servidos con ímpetu marcial y guiños poco o nada evidentes a discos como ‘No Code». El recinto no se acabó de llenar, pero la banda salió al escenario con extra de motivación y apenas aflojó hasta que una crispada ‘Porch’ abrió la puerta a los bises.
El motivo, o uno de ellos, lo explicó Vedder a los pocos minutos. «Las últimas semanas han sido muy malas, ya que hemos sufrido penurias y dolor», dijo en un castellano que, prometió, sería más fluido la próxima vez. «Hoy estamos entusiasmados de estar juntos de nuevo sobre este escenario compartiendo esta noche con vosotros. Vamos a disfrutar del mejor concierto de nuestras vidas», añadió. Y, acto seguido, pulsó el botón rojo y ‘Given To Fly’ cayó sobre Montjuïc como una monumental bomba de placer. Y vale, quizá no fue el mejor, pero sí que fue balsámico y sanador. Porque llegaron heridos y salieron a hombros, catapultados por, era de esperar, ‘Alive’; y propulsados por esa versión como de central nuclear y fuga atómica del ‘Baba O’Riley’ de lo Who.
Supervivientes casi contra todo pronóstico de una época jalonada de cadáveres, trágicos suicidios y despedidas prematuras, los de Seattle andan ya por su tercera década de vida, pero siguen haciendo todo lo posible por burlar el piloto automático y esquivar la previsibilidad. En Barcelona, por ejemplo, voltearon una vez más el repertorio, no escatimaron material reciente (cayeron hasta seis de ‘Dark Matter’) y alternaron himnos más o menos ineludibles como ‘Better Man’, ‘Elderly Woman Behind the Counter in a Small Town’ y una aplastante ‘Even Flow’ con joyas semienterradas como ‘Habit’ e ‘In My Tree’. Para el resto, nada mejor que un Vedder superdotado como maestro de ceremonias y una banda sometida al empuje de Jeff Ament y Matt Cameron y a la guitarra incendiaria y a ratos algo excesiva de Mike McCready.
Antes de encarar el tramo final de los bises y sorprender de nuevo con un par de rescates de ‘Pearl Jam’, su disco de 2006, Vedder se quedó a solas con ‘Just Breathe’ y se emocionó al recordar la grave afección que lo dejó varado unos días en el hospital. No podía respirar, dijo, no digamos ya cantar. Así que cuando tocó descorchar ‘Alive’ por millonésima vez, no sólo la cantó como si fuese la primera vez; también el público se la echó a la espalda y la saludó con ánimo de estreno. Y es que nada mejor para volver a la vida que decenas de miles de gargantas cantando al unísono aquello de «I’m still breathing, I’m still breathing, I’m alive».
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