Decíamos ayer, tampoco hace tanto, que Patti Smith había encontrado un molde perfecto para sus conciertos y llevaba ya unos cuantos años produciéndolos en serie. Una pizca de víscera punk, otro tanto de intensidad poética y el ardor de quien lleva casi medio siglo portando la antorcha de (hada) madrina el punk y suma sacerdotisa del aullido salvaje. Los grandes éxitos colocados estratégicamente aquí y allá, los altares a sus caídos convertidos en imponentes atalayas desde las que proclamar la buena nueva y, todos a una, ‘Gloria’ para alzar el puño y volver a casa con las endorfinas por las nubes. Casi siempre igual pero siempre diferente. Para bien, claro.
Porque pasan los años, se supone que tendrían que menguar las fuerzas y, sin embargo, ahí sigue Smith, hechicera eléctrica y chamana del verso punk, avivando la llama del rock como fuerza de la naturaleza y maravillando con su insólita vitalidad. El viernes, en su tercera actuación consecutiva en los Jardines de Pedralbes, ahora marco de Les Nits de Barcelona, lo volvió a hacer. Y de qué manera. Fuego en las entrañas, voracidad apasionada. Sólo por verla masticar con rabia y furia ‘Pissing In A River’ mientras el fantasma de la electricidad aullaba en los huesos de su rostro, que diría su amigo Bob, ya hubiese merecido la pena. Pero hubo más. Mucho más.
El primer mordisco, sin contemplaciones, llegó con ‘Summer Cannibals’, dentellada tersa y marmórea a ese ‘Gone Again’ con el que volvió a la vida en 1996 para despegarse la muerte del cuerpo. A su derecha no estaba Lenny Kaye, el volcánico guitarrista que la ha acompañado desde los días de mugre y furia de ‘Horses’, pero Jackson Smith, hijo de la cantante, cumplió con creces a la hora de cortocircuitar el reggae de ‘Redondo Beach’ y arrullar el trance eléctrico de ‘Ghost Dance’, canción que escribió en memoria de los nativos americanos y el pueblo hopi y dedicó anoche a «la gente que pierde su tierra y se ve obligada a abandonarla en todo el mundo». Manos hacia el cielo, éxtasis frente al micrófono y una historia de fantasmas de rabiosa y escalofriante actualidad.
Otro espectro, el del escurridizo y artero Dylan, emergió imponte en una crepitante ‘Man In The Long Black Coat’ hábilmente castigada por la guitarra de Smith Jr. (había que ver a su madre, puro orgullo de ídem, escorada en un lateral del escenario y sin perder detalle de los calambrazos de su hijo), mientras que ‘Cash’ y ‘Nine’, de sus ‘últimos’ discos (de 2004 y 2012, pero últimos, al fin y al cabo), ahondaron en la tensa serenidad de una intérprete crecida en la adversidad y tan pendiente de celebrar a los vivos como de recordar a sus muertos.
Así, justo después de dedicarle ‘Nine’ al promotor Gay Mercader, a quien acabaría sacando al escenario justo antes del bis, avanzó varias décadas Smith para apropiarse con gran aplomo del ‘Summertime Sadness’ de Lana del Rey, canción que, dijo, le recordaba al bello y salvaje romance que tuvo con su marido, el guitarrista Fred ‘Sonic’ Smith. Acto seguido, empuñó la lijadora para dejar en los huesos la vaporosa languidez del original y transformar el estribillo en sobrecogedora súplica.
‘Because The Night’, infalible, despegó al público de sus asientos y alentó la revuelta controlada, momento que Smith aprovechó para tomarse un respiro y dejar a sus músicos a solas con el ‘Fire’ de Jimi Hendrix. Más gasolina para una noche en llamas; una velada marcada por la expansiva y poderosa versión de ‘Dancing Barefoot’ y, sobre todo, por una emocionante ‘Peaceful Kingdom’, dedicada a la activista Rachel Corrie, que murió aplastada por un bulldozer del ejército israelí en 2003, y fundida ayer con los versos de ‘People Have The Power’ y los gritos de ‘Free Palestine’ de la grada.
Convencida de que, aún hoy, el rock puede ser un lenguaje poderoso y reivindicativo, una manera de unir y hermanar a la gente, se vacío Smith con una ‘Pissing In A River’ apoteósica y se despidió de la mano de otro de sus hermosos caídos, el malogrado Kurt Cobain. Atacó primero ‘About a Boy’, lamento crispado que escribió tras el suicidio del de Seattle; y desfiguró a continuación ‘Smells Like Teen Spirit’, himno de Nirvana que transformó en desafiante prueba de vida. La imagen, con la cantante quitándole todo el aire al estribillo mientras sacudía en el aire un ramo de flores, es de las que no se olvida. Justo después llegó el trote desbocado de ‘Gloria’, ese deletreo ceremonial y arrollador, y el fin de fiesta fue sonado. Otra noche de hechizos eléctricos y poesía salvaje. Otra noche con Patti Smith haciendo de las suyas. Y que duren.
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