La Reina María I de Inglaterra es uno de esos personajes a los que la Historia juzgó antes de conocer. Apenas había muerto y la opinión inglesa salió en tropel a cercenar las audacias católicas de quien se dio a conocer como María ‘la sanguinaria’ (‘Bloody Mary’). Situada en el bando perdedor y ante el predomino de una iglesia decididamente inclinada a alabar sus propios méritos, la primera hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, nieta de los Reyes Católicos y segunda esposa de Felipe II, quedó condenada y sin posibilidad de defensa tras la muerte en la hoguera de cientos de disidentes, por su gestión política incluyendo la abolición de la ley de sodomía, y por ese carácter altivo y orgulloso más propio de una genética cercana al apasionado mediterráneo que al muy dialogante noroeste europeo.
Nada podía hacerse y apenas nada se hizo hasta muy finales del siglo XX cuando a María I de Inglaterra empezaron a reconocérsele valores en relación con la elegancia, la capacidad de control, la cortesía y la cultura. A la recreación histórica también contribuyó una multitud de textos literarios especialmente agradecidos ante la posibilidad de dar sentido a una vida tan jugosamente trágica. Lo hizo Schiller y en su drama se fijó Giuseppe Bardari llegado el momento de escribir el libreto de ‘Maria Stuarda‘, la ópera puesta en música por Gaetano Donizetti y a la que la censura, preocupada por lo escabroso del asunto, vapuleó una y otra vez.
La manera en que se cuentan los hechos tiene su importancia. Lo sabe muy bien Jetske Mijnssen, responsable de la puesta en escena de ‘Maria Stuarda‘ en el Palau de les Arts de Valencia. Su proyecto es de largo alcance, pues supone dar forma a la trilogía Tudor en colaboración con la Dutch National Opera y el Teatro di San Carlo de Nápoles. Atendiendo al entorno geográfico de los tres teatros, son dos contra uno en la pugna territorial-religiosa si no fuera porque la directora, oriunda de los Países Bajos, está claramente decidida a mover la balanza hacía el puritanismo.
Tiene a su favor el carácter ficticio del relato claramente inclinado al dominio de Elisabetta, hermanastra y reina dominante quien decide (porque así está escrito) llevar al cadalso a Maria Stuarda, a la que en realidad tanto quiso. En la ópera de Donizetti domina la figura de esta última pero desde una perspectiva dramática, lo que requiere colocar a Elisabetta de promotora y, por decisión de Mijnssen, de estimulante diseñadora de un ambiente escénico tan sobrio, seco y radical como para dejar sin efecto cualquier atisbo de humana clemencia.
Mijnssen ahonda en todo lo que se definió el año pasado, en este mismo teatro, ante la escenificación de ‘Anna Bolena‘. El espacio abruma por su profundidad, forzado por el escorzo de la alta y estrecha habitación terminada en un punto de fuga en el que se presenta una gran puerta. Recortado en su mitad por un gran tapiz se convierte en una estancia del castillo de Fotheringhay, residencia de la Reina Maria Stuarda, como único detalle en el que asoma un gesto de complacencia hacia la monarca.
El resto apenas concede un mínimo amparo. Todo es oscuro, incluso negro como el vestuario a excepción del blanco matizado del elegante vestido de Elisabetta, a todas luces un principio de autoridad y magnificencia en ese mundo en que se verificará la última convicción de la reina: «morir por su fe antes de ser convertida». En cualquier caso, tampoco conviene cargar demasiado las tintas sobre el asunto religioso. Al fin y al cabo, lo que importa es el conglomerado de relaciones humanas pues son estas las que dan pie a Donizetti para estructurar la obra, y a los intérpretes la posibilidad de enfrentarse a un texto rico en matices, sutilmente trazado y apasionadamente construido.
La puesta en escena de ‘Anna Bolena’ sirvió en 2022 para proclamar la enormidad de Eleonora Buratto, entonces y ahora una cantante de solidez incuestionable, ‘fiato’ poderoso y consistentes arrestos. Los matices de la voz son enjundiosos con independencia de que en el futuro se pueda modelar un personaje más profundo y conmovedor que ya es importante a partir de una sustancia a la que rematan agudos electrizantes, el primero coronando la ‘cavatina’ ‘Nella pace del mesto riposo’. Merece la pena fijarse en la escena final, cantada con un punto de blandura en el ‘duetto della confessione’, ‘Quando di luce rosea’, y dicha con flexibilidad agógica suficiente como para recordar la maestría del director Maurizio Benini al frente una sólida Orquestra de la Comunitat Valenciana.
Falta todavía la gran escena final con la ‘cabaletta’ ‘Ah, se un giorno da queste ritorte’ donde la suerte se echa en favor de un destino inevitable, asumido, mezcla de resignación y orgullo. Buratto deja la obra en una posición grandiosa aunque sea más intelectual que emocionante. Al igual que Mijnssen, Benini es quien fuerza el asunto hacia una versión orquestalmente significativa, dominada por un sonido rutilante, muy bien articulada y perfectamente dirigida hacia el desenlace. Al igual que Buratto, también entiende la obra bajo un principio de contención que puede resultar contradictorio para quien espere un atisbo de emotividad.
Bajo este paraguas hay que colocar a Silvia Tro Santafé, quien defiende el papel de la reina Elisabetta con una tenacidad admirable, particularmente marmórea si se mira la determinación con la que aborda su primera cavatina ‘Ah, quando all’ara scorgemi’, y la manera en la que resuelve su última escena, la voz vibrante, el perfil dramático. Queda por medio la escena ‘del confronto’ entre las reinas a la que Tro Santafé añade un interesante aderezo ácido.
Desde una perspectiva muy distinta cabe ver el trabajo de Ismael Jordi, cuyo mejor perfil se asocia a la honradez con la que antepone (muy en la vieja escuela) la potestad vocal a la expresión teatral. Aquella es hoy relativamente estable y suficientemente disciplinada como para que su Leicester resulte algo artificioso, en el mejor de los casos próximo a la efigie.
Realmente importante y de calidad es la participación del Cor de la Generalitat Valenciana a quien Mijnssen otorga una posición contemplativa, próxima al comentario ante la aridez de una escena que solo en el desenlace añade una sorprendente suspensión. Surge entonces la presencia muda de la Reina Elisabetta, deambulando alrededor de Maria Stuarda al tiempo que parece sofocar calladamente su remordimiento. ¿Se arrepiente de su decisión cuando ya todo es inevitable? ¿Intuye que la muerte de Maria Stuarda, es una decisión equivocada? La respuesta es imprecisa, por supuesto irreal y decididamente artística. Quien quiera aprender historia, lo mejor que puede hacer es no ir a la ópera ni ver ‘Napoleón’ de Ridley Scott.
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