En 2008, cuando Vampire Weekend pisaron por primera vez el Primavera Sound, el festival aún no se había convertido en el coloso que es hoy en día y los neoyorquinos eran poco más que unos críos recién salidos de la universidad. ‘A-punk’, ‘Cape Cod Kwassa Kwassa’, y un par de velas, por no decir toda la cerería, a san Paul Simon. Este jueves, dieciséis años después, Ezra Koenig y los suyos fueron el hijo pródigo recibido entre vítores y fanfarrias. El explorador que hace cima tras lustros expedicionado por la falda de la montaña. Único concierto en Europa hasta noviembre y ‘prime time’ destacado. Trato de honor y repertorio oceánico, con picoteo de todos sus discos y maneras de gigantes del pop.
Sonido exquisito, invocaciones nada veladas a ‘Graceland’ (menudo final con ‘Ya Hey’) y mimo al detalle a la hora de entreverar todas las familias del pop ilustrado. Estrenaron piezas de impacto como ‘Capricorn’ y ‘Classical’, retorcieron el pop jovial y contagioso de ‘Holiday’ y ‘This Life’ entre proyecciones de Miró y Mondrian, y se metieron al público en el bolsillo con ‘Cousins’, ‘A-Punk’ y ‘Harmony Hall’.
¿Una pega? Una marcha y unas cuantas revoluciones más no hubiesen estorbado. ¿Un ejemplo? Cuando tocaron ‘Unbelievers’ hace unos años en Razzmatazz la gente se volvió majara. Literalmente. Anoche, en cambio, fue un leve hormigueo, un agradable cosquilleo. Cuestión de tamaño, se supone. Porque como el Primavera Sound, también Vampire Weekend han crecido a lo largo y lo ancho. En dimensión y ambición. Y, también como el festival barcelonés, lo han hecho para bien y, según cómo, para regular.
Tampoco les ayudó demasiado a los estadounidenses quedar emparedados entre la furia volcánica de Amyl & The Sniffers y la apoteosis nostálgica de Pulp. La australiana, una central eléctrica de punk primitivo, ‘booggie’ de los pantanos y ‘rock and roll actitud’, que diría aquel, firmó una memorable exhibición de ferocidad y carisma. Como meter los dedos en un enchufe. Como en 2022 pero mejor, más enfadada. Para el recuerdo, los espasmos de ‘Knifey’ y los machetazos de ‘Hertz’.
Y Pulp… ¡Qué cosa la de los ingleses! Llevan veinte años sin publicar un disco y trece sin actuar en Barcelona, pero basta con que aparezca Jarvis Cocker sobre el escenario y sirva un par de caderazos marca de la casa con su traje de terciopelo para que el público se vuelva loco.
Así que si lo de Vampire Weekend fue arte y ensayo, lo de Pulp fue arte y fiesta. Festival. Serpentinas de colores en ‘Disco 2000’ y confeti a las primeras de cambio. Vasos volando y chispazos de purpurina cuando, hora y media después, todo eran sonrisas y brincos siguiendo al trote el estribillo de la eufórica y demencial ‘Common People’. Vaya clímax. Menudo final. Viven de rentas sí, pero, ¿qué más da? Al fin y la cabo, de eso se trata. De dejarse arrastrar por la nostalgia, volver a cantar ‘Babies’ como si no hubiera un mañana, y abrazarse al vecino en ‘Do You Remember The First Time?’ para, en efecto, recordar la primera vez.
Era, dijeron, su concierto número 544, y en ningún momento escondieron a lo que habían venido. «Este concierto es un bis. Un bis pasa cuando la audiencia quiere más», podía leerse en las pantallas segundos antes de que empezase a sonar la música y pasase lo que tenía que pasar: atracón de ‘Different Class’, descomunal versión de ‘This Is Hardcore’ exprimiendo a fondo la sección de cuerdas que reforzó a la banda durante todo el concierto, y un Cocker en plena forma. Se acordó el inglés de Steve Mackey, a quien dedicó la emotiva ‘Something Change’, y no paró ni un segundo de sacudirse, brincar y gesticular como en sus mejores tiempos. Al final, pletóricos, incluso rescataron ‘Razzmatazz’ y demostraron una vez más por qué fueron, son, una de las mejores bandas de su generación.
Steve Albini en el recuerdo
Con permiso de la rave electrónica de Justice y el viaje al inframundo del folk de Beth Gibbons, la del jueves fue, esencialmente, una jornada dominada por las guitarras y el rock en sus más variadas encarnaciones. Material pesado con Deftones; máquina del tiempo para Voxtrot, pop ochentas en todo su esplendor que sonaba como si los Housemartins se hubiesen formado en Austin; y rodillo de garage para estrenar la jornada con una descarga de talento local. «Que no os engañen, no estamos abriendo el Primavera Sound de 2024, estamos cerrando el de 2023. Siempre nos ponen tardísimo», ironizaba, pasadas las cinco de la tarde, Pol Rodellar, bajista de Mujeres. Pop flamígero a la hora de la merienda y el escenario más grande en el que seguramente ha actuado el trío barcelonés. Himnos despatarrados al sol y estribillos para entrar en el festival dando volteretas. No estrenaron la reciente ‘Un final ideal’, pero lograron el que seguramente sea el pogo más madrugador del Primavera Sound. Un sentimiento sin duda importante.
En la zona de los auditorios, emociones intensas a horas poco amables con Arab Strap. De fondo casi podría oirse el sonido de los cerebros licuándose poco a poco en esa sala de tortura y placer que es el Bolier Room. Techo para las masas, beats invasivos y reguetón festivo (aquí sí que sonó la ‘Gasolina’ de Daddy Yankee) a tutiplén a pie de Steve Albini, escenario-homenaje consagrado al líder caído de Shellac y en el que sonó, claro, Shellac. Sin grupo en el escenario, solo la música por los altavoces. «Shellac listening party», se llamaba el invento, y consistía en escuchar ‘To all trains,’ el último disco del trío, a todo volumen y aplaudiendo tras cada canción. «Me estoy emocionando y eso que a mi Shellac ni fu ni fa», dijo alguien. Y, vaya, un poco emocionante sí que fue.
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