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‘Adriana Lecouvreur’, un buen colofón para la temporada del Liceo

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El Gran Teatro del Liceo cierra temporada con ‘Adriana Lecouvreur‘, de Francesco Cilèa, uno de aquellos compositores que ha pasado a la historia por un solo éxito en su repertorio. Ha llegado nuestros días en buena parte gracias al cariño que le tuvieron notables primadonnas, que vieron en la protagonista que da título a la ópera una heroína que les permitía al mismo tiempo lucir cualidades vocales y defender un personaje en el que han querido verse reflejadas: la actriz apasionada que muere por un amor turbulento.


  • Música:
    F. Cilèa.
  • Intérpretes:
    F. De Tommaso, A. Kurzak, D. Barcellona, A. Maestri. Orq y coro del Liceo. D. McVicar, escena. P. Summers, director.
  • Fecha:
    16 de junio
  • Lugar:
    Gran Teatro del Liceo, Barcelona.

Estrenada en 1904, ‘Adriana Lecouvreur’ rehúye cualquier etiqueta, porque en el fondo las tiene todas y no acaba de lucir ninguna. Está escrita en el siglo XX, pero su estética general es decimonónica. Creada a rebufo de Verdi y de Wagner, Cilèa no acaba de hallar su lenguaje propio, como sí hizo su contemporáneo Puccini. Enmarcada en la corriente verista, la presencia de personajes nobles no acaba de encajar a los que buscan en este estilo el drama de clases bajas —sí aparece, en cambio, el reflejo crudo de las pasiones i sentimientos al límite. Siendo un homenaje al teatro, tiene uno de los libretos más catastróficamente inverosímiles de la historia. A Cilèa hay que reconocerle, con todo, su acierto en la creación de melodías, la habilidad para la instrumentación y el mérito de haber construido un hermoso homenaje al Barroco desde el Romanticismo tardío, reivindicando de paso el hecho teatral, a las puertas de las revoluciones de Brecht.

Con estos mimbres, el resultado es una ópera que requiere de excelentes intérpretes —en lo vocal y en lo actoral— para ser defendida en condiciones, y de una dirección de escena que haga un alarde de inteligencia para disimular los defectos de un libreto infernal. En este último aspecto, no es de extrañar que la producción de David McVicar haya recorrido escenarios de todo el mundo: lo tiene todo. Es espectacular, vistosa y al mismo tiempo perfectamente inteligible. El lío de cartas confusas, mensajes con trampa, brazaletes perdidos e incluso ramitos de violetas envenenados queda perfectamente resuelto en una escenografía elegante, marca de la casa, que además se permite el lujo de acentuar el homenaje al teatro que es ‘Adriana Lecouvreur’, con un sinfín de detalles poéticos. Como ejemplo, valga citar el momento final, cuando al morir la protagonista aparecen sobre las tablas, como sombras, personajes que, desde su ficción, se inclinan ante la triste realidad.

En el aspecto vocal, el resultado fue más irregular. Aleksandra Kurzak hizo un notable debut en el rol, si bien tendrá que trabajar más la parte actoral. Su canto estuvo lleno de detalles delicados, ejecutados con corrección aunque desde una óptica no plenamente afín al estilo de Cilèa. Por su parte, Freddie de Tommaso volvió a lo que ya le hemos visto varias veces: lucimiento de una voz portentosa, con una potencia que desafía a las leyes de la fisiología humana, pero que necesita como agua de mayo ser encauzada. El intento de apianar algunas notas en los últimos actos inspiró incluso ternura de tanto que se le notaba el esfuerzo por meter en vereda ese chorro de decibelios: es muy joven, puede y debe trabajar mucho si quiere llegar a ser el tenor de referencia que tantos auguran, un tanto precipitadamente, que será.

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Es preciso destacar, eso sí, la excelente química entre Kurzak y De Tommaso: sus dúos fueron, sin duda, algunos de los mejores momentos del estreno. Daniela Barcellona, como Princesa de Boiullon, y Ambrogio Maestri, como Michonnet, demostraron el valor de la experiencia sobre las tablas. Su lucimiento escénico, su capacidad de hipnotizar al público aun no estando al cien por cien, es digna de encomio. Finalmente, la dirección de Patrick Summers resultó óptima, abordando la partitura con elegancia y rigor, tempi reposados y la dosis justa de emoción.

Un polizón en el Salón de los Espejos

Coincidiendo con las funciones de ‘Adriana Lecouvreur’ el Liceo ha dispuesto una nueva obra de arte en el Salón de los Espejos. El espacio que fuera punto de encuentro de la burguesía de Barcelona y por el que todavía pasan obligatoriamente las socias y los socios del Círculo del Liceo es, por unas semanas, el hogar de un inmigrante ilegal. ‘Inflatable refugee’ es un montaje que consiste justamente en eso que dice su título en inglés: un inmenso muñeco inflable que evoca a un refugiado, con su chaleco salvavidas y su tez morena quemada por el sol. Está hecho del mismo material del que se hacen las barcazas condenadas a naufragar y matar a sus ocupantes.

El arte debe remover conciencias, sí, pero cuesta ver qué conciencia remueve este globo entre unas personas que, si quieren ver refugiados de verdad, simplemente necesitan andar un par de metros por las Ramblas al salir del teatro. Si no los han visto, de hecho, es porque no han querido, y tampoco van a ver este inflable, por más que mida seis metros de alto. Al menos ha generado debate, algo es algo, pero puestos a reivindicar cosas, se podría ir un poco más allá. Por ejemplo, invitando al respetable a unirse a Ópera sin fronteras, la ONG del director de escena Paco Azorín que lleva la cultura a sitios tan necesitados de ayuda como Madagascar. O recaudar fondos para Médicos sin fronteras, que atiende a muchos de estos refugiados por todo el mundo. O para Open Arms, que los rescata, cuando puede y le dejan, de una muerte segura. Ojalá el artilugio sirva para llamar a la acción y no solamente para que algunas personas bajen la vista y digan «pobrecitos, pobrecitos, qué drama».

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Content Source: www.abc.es

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