La tradición considera que ‘Los maestros cantores de Núremberg’ es una de las óperas que mejor demuestran la capacidad y solvencia de un teatro. Y la tradición, según Hans Sachs, conserva la pureza del arte frente al desgaste del tiempo. De manera que hay un beneficio inmediato en el hecho de que el Teatro Real se someta a esta prueba de esfuerzo, que lo haga estrenando una nueva producción firmada por Laurent Pelly, en coproducción con Copenhague y Brno, y que coloque al frente de embrollo musical a Pablo Heras-Casado que es uno de sus principales directores invitados.
‘Los maestros’ ya estuvieron aquí, en 2001, en gira de la Ópera Estatal de Berlín y Daniel Barenboim cuya presencia a lo largo de varios años insufló oxígeno en la todavía básica realidad operística madrileña. Ahora todo es distinto, pues se juega con jurisdicción ofreciendo, según se enorgullece el propio Real, resultados de calidad incuestionable y de primer nivel. El sabio zapatero insiste en la importancia de hacerlo con conciencia y de forma inconfundible.
En ello está Laurent Pelly, quien ha visitado Madrid en siete ocasiones durante diez temporadas, siempre con éxito y siempre demostrando poderosa solvencia teatral en la lectura de obras de apariencia cómica, a las que mira con ironía y agudeza conceptual. ‘Los maestros’, tras el estreno del miércoles, pasa a incorporarse entre sus mejores realizaciones porque, sin soflamas ni calenturas ideológicas (que Wagner siempre pone fáciles y la posteridad se encargó de sobrecargar), se identifican muchas de las encrucijadas de la obra. En ‘Los maestros’ hay teatro y personajes de carne y hueso, que sufren, gritan, divierten, ríen y enfurruñan.
De inmediato surge Sixtus Beckmesser, el escribano pedante, obtuso y ofuscado que se dibuja con particular protagonismo gracias a la muy redonda interpretación del inglés Leigh Melrose. Su caminar está al límite del ridículo y se inserta en el ya viejo hábito de buscar el lado caricaturesco del personaje bien reforzado aquí por una calidad vocal estimable. Por supuesto, Hans Sachs, cuyo arbitraje como ‘primus inter pares’ cuenta con la astucia de Gerald Finley. Otros intérpretes presentaron al personaje con voces más rotundas y fundamentales, pero a cambio, se disfruta de un protagonista que ofrece honradez, humanidad, una musicalidad sincera y una calidad de fondo incuestionable, suficientemente convincente como para acallar a ese grupo de maestros cuya peculiar caracterización, en línea con una gestualidad corporal muy pantomímica, dice mucho del mundo inquietante en el que habitan.
Algún ejemplo más. La voz grande y dominadora de Jogmin Park, cuyo Veit Pogner da sentido al rico orfebre y padre de Eva con su talante de gran señor. La solvencia de José Antonio López aparece bajo la máscara del panadero, secretario y guardián de rancias esencias Frtiz Kothner. La aristocracia desteñida de Tomislav Muzek que defiende al siempre comprometido Walther von Stolzing con una emisión suficiente, con línea de corto alcance y acabado limitado. Su presencia (y el vestuario banal y discrepante lo reafirma) es el catalizador de una reacción que rompe la convivencia por el solo hecho de aproximarse a su amada Eva, hija de Pogner.
Encanto coloquial
Aquí Nicole Chevalier guardó lo mejor para el tercer acto, para expandirse luego en un encanto demasiado coloquial. Hay más en esta ópera de diecisiete solistas incluyendo a secundarios determinantes en la acción. Es el caso de David y el sereno, es decir, Sebastian Kohlhepp y Alexander Tsymbalyuk, buenas voces y buenos actores en su afán por completar este zoológico de jactancias en discusion.
Solo hace hay esperar a que se levante el telón para que muros enormes e inclinados, sirviendo de perímetro a varias plataformas horizontales superpuestas en desorden, obliguen a abrir los ojos. Pelly advierte sobre la grandeza de Núremberg y alerta sobre una realidad que toma forma de fachada ruinosa. Podría considerarse que hay similitud con el preludio que surge del foso, o al menos tal y como surgió en la primera función, altisonante, confuso, emborronado, de compleja narrativa y turbia ejecución.
La orquesta titular del Teatro Real pincha si se empeña en leer la obra con una sonoridad tan raspona, que Heras-Casado aclimató a duras penas en el tercer acto sin dejar de estar algo sobrecargada e inestable. Hay mucho por desbrozar en una interpretación cuya gruesa volumetría fue muy aplaudida y artificialmente jaleada. También hay un potencial evidente en la versión de Heras-Casado aún en forma embrionaria.
Alerta
Y en el cierre la ovación incluyó a Laurent Pelly y a sus colaboradores. Al muy determinante juego de luces y a la calidad visual del vestuario, también firmado por el director, se une el encanto de una escena que superpone referencias. Núremberg es una ciudad de cartón, frágil, efímera, envejecida hasta el límite y que, muy en la narrativa de Pelly, se conforma con aparentar ser un juguete abierto al solapamiento de perspectivas.
La realidad se encoge y agiganta, pasa de lo evidente a la sugerencia, mantiene al espectador alerta, le encandila cuando se cierra el segundo acto en la noche, con las casas iluminadas y la ciudad humeante. O en el tercero, en el que se instala un telón de fondo con altas montañas que surgen orgullosas mientras desde la tribuna ciudadana Sachs arbitra la negociación entre el arte en renovación, que ha importado Walther von Stolzing, y las fórmulas académicas que preservan los maestros. Las referencias son muchas más y algunas elaboradas con sutileza en el afán por fortalecer una propuesta que, con gran inteligencia, renueva la comicidad de la obra, advierte sobre su ambivalente argumentario, proclama la magnitud de lo heredado y pone en duda su propia supervivencia. Y en ese juego de contrarios y alharacas, que se narra con una naturalidad inmediata, está la fortaleza de este trabajo.
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