El cartel de la película es magnífico y lo dice todo: Joaquin Phoenix vestido de Napoleón y sentado en una silla con la mano derecha colgada con dejadez en el respaldo. ¡La mano derecha de Napoleón!, la que siempre llevaba metida entre los botones de su chaleco. Ridley Scott, junto a su guionista, David Scarpa (que también lo es de la próxima ‘Gladiator 2’), ha construido un fabuloso retrato del ambicioso militar, el limitado hombre, el perturbado amante y el tipo grillado y cruel que se llevó por delante a varios millones de personas en una guerras que llevan su nombre y su sello. Un fabuloso retrato, sí, con unos agujeros como el queso emmental (ahora resulta que el gruyere no tiene agujeros), como su invasión de la Península Ibérica y la sublevación española que aquí se llama Guerra de la Independencia y cuyos héroes le dan nombre a las calles y plazas de tantos pueblos y ciudades: esos años, de 1808 a 1812, cruciales para él, para España, Francia y Europa no tienen reflejo en la película.
La Historia ha acordado que Napoleón Bonaparte fue, además de uno de los más grandes escabechadores de gente que han existido, un fabuloso estratega bélico y la película de Ridley Scott pone enorme cantidad de esfuerzo económico, humano y técnico para que veamos la complejidad de las campañas y batallas, filmadas de modo majestuoso, con una luz, temperatura y tensión que le dan al plano y la secuencia una enorme fuerza y belleza estética. De hecho, parece mentira que un hombre que cumple la próxima semana 86 años esté al frente de un ‘fregao’ tan gigantesco como ha tenido que ser ese rodaje.
Como es natural y ya le ha ocurrido en otras películas, especialmente en ‘Gladiator’, los pescadores de inexactitudes, descuidos históricos y falsedades, se pondrán las botas. Pero quienes no le den mayor importancia a que el gorro de Napoleón no sea del fieltro adecuado, y sí se la den a la sinfonía o imagen global de este personaje, quizá lleguen a un mejor acuerdo con la excesiva y napoleónica película de Ridley Scott, que es muy espectacular en el plano largo y también tiene mucho interés en el plano corto, el que recoge la fragilidad de Napoleón en su relación cercana e intimísima con su esposa Josefina. No hay el menor riesgo al afirmar que lo mejor de la película está ahí, en la complejidad que unía al matrimonio y en la arrebatadora interpretación de Joaquin Phoenix y Vanessa Kirby. A Phoenix, ya se sabe, lo vistes de Napoleón y lo ficha de inmediato cualquier frenopático. Mirada, traza, alma… ¡Si hasta parece que hablara francés con acento corso! Y Vanessa Kirby consigue darle a su Josefina un fuerte poder atractivo y una moral indetectable.
Lo que ya no funciona tan bien es el relleno entre el plano largo de lo bélico y el plano corto de lo íntimo; el relleno de lo imprescindible de la época, lo revolucionario, las relaciones con Barras, Talleyrand, el abate Sieyès, el Duque de Wellington, el zar Alejandro… Tampoco se subraya su importancia como estadista y su desarrollo de leyes civiles (el Código Napoleónico). Todo eso, que es mucho, se queda colgado con pinzas como ropa a secar. Pero hay momentos magníficos, como en los que Napoleón se empieza a creer que es Napoleón o esas imágenes sí clavadas en la Historia, por ejemplo, la de Bonaparte a caballo ante la esfinge de Gizeh del cuadro de Jean Leon Gerome. Un buen tapiz histórico algo descolorido por su zona central.
Content Source: www.abc.es